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miércoles, 22 de julio de 2009

Basilio Baltasar y la cuestión de España

Con el título de “El malestar español”, el director de la Fundación Santillana Basilio Baltasar, ha publicado en el periódico EL PAIS un magnífico artículo que trata de una cuestión que ya interesó a Américo Castro, del cual no se incorpora ninguna referencia no se si por desconocimiento (lo cual me sorprendería) o por evitar revivir debates que se dieron hace casi 100 años (lo que parece más plausible).
El objetivo de su reflexión se recoge muy bien en el siguiente párrafo: “¿Por qué somos la sociedad menos competitiva de la Europa moderna? ¿Qué rasgo de nuestro carácter nos ancla en la complacencia arcaica de un mundo autárquico? ¿Por qué nos fastidia el juego de la emulación y la competencia? ¿Qué nos molesta tanto de la modernidad? Y, sobre todo, ¿por qué nos negamos a aceptar la responsabilidad de la emancipación ciudadana?” respondiéndola de la forma siguiente: “Si evitamos las especulaciones metafísicas que en otro tiempo nos hicieron sonreír, y dejamos de lado la mascarada de nuestra errática identidad, adquiere una destacada importancia el acontecimiento histórico que nos distingue de nuestro entorno europeo: España ha sido el único país sin judíos.”
En unas de sus obras, no recuerdo si en “España en su historia” o “Sobre el nombre y el quién de los españoles” (las cuales leí hace más de dos décadas), Castro ya hablaba del impacto que supuso la conversión obligatoria y la expulsión de los judíos de España. Baltasar, en su artículo, retoma lo negativo de la decisión de los Reyes Católicos en 1492, pero para mí tiene vital importancia lo primero.
Repasemos un poco la historia. La convivencia de los judíos en los reinos de la península habían sido más o menos pacífica hasta los pogromos de 1390, promovidos por el Arcediano de Écija. La quema de juderías y la conversión de Salomón Ha Levi, rabino mayor de Castilla, marcó un antes y un después en los reinos castellanos. La presión social y a veces legal, llevó a la conversión pública en masa de miles de familias judías que en muchos casos mantenían sus práctica religiosas judía en la intimidad. La creación de la Inquisición para perseguir a estos “falsos cristianos” forzó a que se reforzara el ideal del “cristiano viejo” en detrimento del “cristiano nuevo”, que sorprendentemente y por oposición, consistía en ser exactamente lo contrario a lo que eran los judíos. Ante la imposibilidad de separar el grano de la paja (los cristianos viejos de los conversos y judíos) finalmente se aprueba su expulsión en el año de la conquista del Reino de Granada.
Como afirmaba Castro, una de las señas de identidad judía era la cultura y el conocimiento científico. Por eso, en el pueblo llano y la baja nobleza castellana de finales de la Edad Media no saber leer ni escribir simbolizaba la cristiandad vieja, lo que venía ser en el plano intelectual el cerdo en el puchero del arte culinario. Américo afirmaba incluso que el concepto de “expediente de sangre” era un instrumento judío que fue introducido por los judíos conversos para demostrar lo que no eran: cristianos viejos.
Evidentemente, como en todas las historias, las personas y las sociedades somos a la vez víctimas y verdugos. De ser ciertas las reflexiones de Castro y Baltasar, la sociedad cristiana castellana fue el verdugo de la sociedad judía castellana, pero a su vez víctima de ésta: con la ausencia de los judíos nos privamos de un germen cultural que floreció allende nuestras fronteras y de cuya esterilidad aún no nos hemos recuperado; con su presencia en forma de conversos, potenciamos lo peor de la sociedad cristiana, su incultura y la sumisión a la Iglesia.
Por cierto, no deja de provocar ternura la profecía de los rabinos castellanos que creían que en 1295 llegaría el Mesías. En Castilla, naturalmente.