sábado, 11 de octubre de 2014

Bye, bye, Catalonia!

Decía Ángel Ganivet que cuando se acaban las certezas hay que armarse de prejuicios. Pero a mí aún me quedan un par de docenas, entre ellas que en la actualidad ningún gobierno puede imponer su voluntad frente a la férrea voluntad de una sociedad, y que como dejó escrito Joaquín Salvador Lavado en esa ejemplar obra de filosofía titulada Mafalda, el patriotismo tiene mucho de comodidad. Porque no tiene mérito ser patriota de donde se nació. El mérito está en ser patriota de aquel lugar que ni siquiera se ha visitado.

Los nacionalismos hispanos, el llamado español (pero que a mí me gusta denominar mesetario), y el llamado catalán, andan subido a una bestia incontrolable del que sus dirigentes intentan no caerse, aunque en la operación la hagan avanzar más deprisa hacia el precipicio.

Me horroriza esa necesidad imperiosa de acumular justificaciones para ejercer derechos, necesidad que lleva en muchas ocasiones a inventárselos directamente. Lo he dejado escrito en algún lugar, que soy internacionalista, a lo más iberista. Los patriotismos textiles y musicales no son lo mío. Reescribir la historia para acomodarla a nuestro proyecto personal o político, para dividir y cercenar, para establecer una lista de buenos y malos, o para justificar el sacrificio de unos por otros, me produce repugnancia.

Pero si en el futuro la sociedad que habita la Comunidad Autónoma de Cataluña deciden, por las buenas o por las malas, hacer zarpar su territorio hacia la aventura de la independencia, tendrá toda mi comprensión.

Y no por aquello de que tanta paz lleven, como descanso dejan. Como bien dice un amigo mío, si algún día hay que levantar la valla entre Fraga y Alcarrás, lo primero que viviremos aquende la frontera, será la mayor ola de patriotismo rojigualda de la historia, (ríete de la resaca mundialista), que deberemos padecer todos los curritos de la descuartizada Nación española.

Siempre que he visitado Cataluña me he sentido como en casa, cómodo y bien tratado. Y eso que nunca he sentido esa barcelonafilia que disfrutan muchas de mis amistades, y urbanísticamente sigo prefiriendo la recia y mesetaria Madrid a la mediterránea capital del Principat. No tengo especial estima al poble català, pero tampoco se la tengo al madrileño, al murciano o al riojano, por poner varios ejemplos.

Sin embargo, sí tengo la seguridad de que si nuestra Cataluña, si su Catalunya, deja de compartir nuestro afligido proyecto nacional, necesitaré vivir el duelo de la pérdida.

Aún recuerdo la carta emocionada del diputado nacional por CIU, Carles Campuzano i Canadés, en respuesta a una enviada por mí en catalán como presidente del Consejo de la Juventud de Andalucía. Por mi parte fue el gesto de decir “Andalucía también es catalana”.

Creo que la diversidad enriquece, que las diferencias existen para desafiarnos y sacar de nosotros mismos lo mejor. Denuncio a aquellos que aquí o allá sólo conciben una sociedad monolítica, todos moros o todos cristianos. Creo que el fracaso del proyecto nacional español se debió a la automutilación que nos afligimos al expulsar de nuestros países a nuestros hermanos y convecinos musulmanes y judíos, primero, y protestantes después.

Por eso, si mañana, o pasado, o el otro, un movimiento telúrico, vigoroso y mayoritario de catalanes deciden irse, no seré yo el que me considere traicionado, ni abandonado. Pero sí me sentiré triste.
      
Muy triste.