viernes, 11 de noviembre de 2011

Sociedad sin Nobleza.

La noticia de El Mundo titulada Anticorrupción acusa a Urdangarin de 'apoderarse de fondos públicos' dio lugar en facebook a un pequeño debate a tres bandas sobre el alcance de la corrupción en el espacio público español, que me lleva a compartir y desarrollar contigo, amable lector o lectora, algunas de las ideas que expuse en la red social. Y para el título me he atrevido a parafrasear a Ortega y Gasset y su ensayo El hombre sin nobleza.

No descubro nada extraordinario si afirmo que cada día la realidad nos sorprende con denuncias sobre posibles comportamientos y tramas corruptas en las más diferentes instancias públicas de nuestro país: desde los aledaños de la más alta magistratura hasta ayuntamiento relativamente pequeños, pasando por grandes grupos bancarios, asociaciones de gestión de derechos, organizaciones empresariales, etc. Y no es algo que precisamente nos pille de sorpresa. Desde la Transición, los casos de Filesa, Malesa y Time-Export, Naseiro, Gürtel, y otros muchos que el tiempo van desdibujando, han empedrado nuestro camino democrático.

Puede existir la tentación social de pensar que la corrupción, grande o pequeña, es cuestión de los otros (esa otredad de la que ya nos avisaba Ricardo Llamas) y por ello la expresión de nuestra irritación sobre dichos comportamientos está más que justificada. Así, la culpabilización de la clase política, los intermediarios y más recientemente los mercados nos permite al menos llevar sosiego emocional ante un país que de pronto se nos presenta como el paradigma de una república bananera.

Pero, en mi opinión, este comportamiento, si bien inevitable, lo que hace es enmascarar la realidad de tal forma que impide un diagnóstico correcto y por lo tanto dificulta la elaboración y aplicación de una terapia adecuada y eficaz. Al poner fuera el comportamiento corrupto, en instancias lejanas de nuestra realidad cotidiana, la ciudadanía pretende minusvalorar sus propios pequeños actos de corrupción de la vida diaria.

Recomiendo vivamente la lectura del Barómetro de Junio de 2011 del Centro de Investigaciones Sociológicas (Avance de Resultados, Estudio nº2.905) por las respuestas tan contradictorias que se obtienen cuando la sociedad española tiene que responder sobre la corrupción.

No deja de sorprender que si bien el 85,6% de los encuestados por el CIS considera que la corrupción en España está muy extendida y bastante extendida, sólo el 6,9% de los encuestados consideren la corrupción y el fraude uno de los tres principales problemas de España. Y si responden de forma espontánea, baje a un paupérrimo 2,2% de los encuestados que lo consideren un verdadero problema. Pero aún sorprende más cuando se obtiene un índice del 1,1% cuando corrupción y fraude es la respuesta espontánea a la pregunta ¿Y cuál es el problema que a Ud., personalmente, le afecta más?

Pero luego, ante la pregunta Hay gente que piensa que la corrupción política es un problema sin importancia, y otra gente que piensa que la corrupción política es uno de los problemas más importantes de la democracia en España. En una escala en la que 0 es que no tiene importancia y 10 que tiene la máxima importancia, ¿dónde se situaría Ud.? la respuesta ganadora es, para el 44% de las personas encuestadas, de la máxima importancia.

¿Qué es lo que pasa al alma española para que se den estas contradicciones sobre lo importante o lo irrelevante de la corrupción? Considero que hay que retroceder bastantes años, exactamente 65, hasta el 18 de julio de 1936. Con la Guerra Civil y la posterior dictadura totalitaria del felón Franco, nuestro país fue lentamente cocido en una amalgama de inmoralidad que contaminó todo el cuerpo social.

La corrupción moral antecede a la corrupción económica, política, jurídica y policial. Va infiltrándose como una sustancia tóxica, paralizando nuestra capacidad crítica, alejándonos de la ética social y llevándonos a un abandono de nuestras virtudes cívicas. No es casual la anécdota que se atribuye al dictador Franco, cuando aconsejó a un aspirante a la cosa pública: Usted haga como yo, no se meta en política.

Casi cuarenta años de control nacional-católico consiguieron esterilizar el sentido ético de la sociedad española. Y nuestra voluntad de superar esa tragedia sin hacer borrón y cuenta nueva, la celebrada Transición, permitió que la hidra de la corrupción moral desarrollara nuevos bríos en la mayor eclosión económica de la historia de España, es decir, desde que Castilla y Aragón se unieron bajo el yugo y las flechas.

Cerrar los ojos y admitir como natural que decenas de miles de cuerpos quedaran arrojados en las cunetas sin encontrar reposo en los camposantos; cerrar los ojos y admitir como natural que las riquezas conseguidas con el expolio de la mitad de España continuaran en las manos de sus saqueadores; cerrar los ojos y admitir, en definitiva, que ni la razón, ni la justicia ni la decencia debían ser restaurada en España, llevaba inevitablemente a una quiebra de la moral y el derecho.

Posiblemente, querida lectora o lector, me responderías que también antes de la II República e incluso durante ella se produjeron escándalos de fraude y corrupción. Cierto. La diferencia es que si en la Restauración un miembro de la Corona se hubiera visto, no ya imputado, simplemente implicado en un caso de saqueos de fondos públicos, el escándalo habría alcanzado unas proporciones épicas, el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo simularía ser una olla exprés, y las mejores plumas de la Nación estarían vertiendo litros de tinta exhortando los mejores valores éticos. En cambio hoy todos miran hacia otro lado, y el que más sólo es capaz de sorprenderse pero sin escandalizarse.

La triste verdad es que el cuerpo social español, no los políticos ni las empresas, no los jueces y los policías, el conjunto de la sociedad ha interiorizado la inevitabilidad de la corrupción y el fraude, lo peligroso de oponerse a él. Y lo ha hecho suyo, cada uno en su escala. Por ello, junto grades muestras de escándalo se suceden olvidos tan flagrantes como sólo sentirse afectado negativamente el 1,1% de las personas encuestadas.

No trato con ello de culpabilizar a la Transición de este mal, sino de señalar el pecado original de nuestra democracia. La Transición nos trajo una continuidad política, social y económica entre dos periodos antagónicos antes solo ensayado, y fracasado, con el paso de la monarquía de Alfonso XIII a la II República.

No. El problema no es que la Transición no significara un fuego purificador que simbólicamente marcaran un antes y un después entre un sistema inmoral y un sistema decente. El problema fue que huérfanos de dirigencia éticamente solvente, la sociedad española no ha advertido el peligro y por ello es incapaz de reaccionar. Culpabilizar a los de arriba es la respuesta más fácil y consoladora que encontramos.

Se hace necesario un urgente rearme ético, moral. Y debe empezar por un reconocimiento personal de cada una de las pequeñas corrupciones y fraudes de la vida diaria. No hay una corrupción pequeña que engrasa la grandiosa máquina del capitalismo y una corrupción grande que la atasca. La corrupción y el fraude es un cáncer; es el óxido del andamiaje férreo de la sociedad. Y si no nos dedicamos pronto a rasparlo hasta alcanzar la zona sana, y luego a pintarlo de minio, nada del sacrificio colectivo realizado desde el 18 de julio de 1936 habrá servido para nada.

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo... Una vez aceptada la corrupción como algo normal, incluso natural, queda muy poco que hacer salvo intentar remover las conciencias...
    Excelente post.

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