lunes, 21 de marzo de 2011

Cuando nada es lo que parece.

En Sevilla nada es lo que parece. Pero no solo en el paisanaje de la ciudad, sino en la ciudad misma. Desde que me avecindé en la ciudad la he conocido como se conoce a una cebolla: quitando las sucesivas capas. Y tras cada nueva capa, una nueva opinión.
Cuando llegué a Sevilla pensaba en una ciudad barroca. Cuando conocí sus iglesias fernandinas pensé que más que barroca era gótica y mudéjar. Cuando paseé por sus calles concluí que era una ciudad vulgar con algunos buenos edificios. Ahora pienso que es una ciudad amante, que miente cuando te susurra “te quiero”, pero de la cual no se puede uno separar. Es la ciudad que te da lo que pides, lo que necesitas, lo que deseas. Pero es una ciudad que vendiéndose al mejor postor nunca deja descubrirse.
Pedro G. Romero, en una magnífica entrevista del DIARIO DE SEVILLA se preguntaba “¿Dónde están las plazas barrocas? En Sevilla todas son cuadradas. ¿Dónde están las iglesias de planta jesuítica? Entras en cualquiera y no hay cambio de volúmenes. Son superficies rectas con tramas rugosas. Pudiera hablarse de una cierta sensibilidad barroca pero nada que ver con el barroco de verdad, que es el de Italia.” Y con esta afirmación empezó a encajar todas las piezas.
Todo el urbanismo de Sevilla es decorado, no sustancia. La catedral gótica de Santa María de la Sede lo es solo en su piel. Su concepto espacial se aproxima más a la mezquita de Córdoba que a la catedral de Burgos. No existen más que dos edificios barrocos en Sevilla, todos ellos inspirados por jesuitas italianos: San Hermenegildo y San Luis. El resto son edificios cúbicos, simples, envueltos por una exuberancia de maderas doradas y figuras policromadas de un barroco algo infantil.
El Real Alcázar, decorado con profusión islámica que aturde, consigue evitar dar a conocer la realidad: es una simple casa con patio, grande, muy grande, pero casa patio al fin y al cabo.
El modernismo de la ciudad llegó como llegó el arte renacentista, el barroco y el neoclásico, sólo en apariencia. Las casas modernistas de Aníbal González en calle Alfonso XII se limitan a su piel exterior. Su interior es la misma casa patio sevillana de veinte, cuarenta años antes.
Sorprendentemente, lo más barroco que se ha levantado en Sevilla, aparte de las dos iglesias italianizantes antes citadas, ha llegado en el siglo XXI de la mano de un alemán. Sí, me refiero a las Setas, al proyecto Metropol Parasol de Jürgen Mayer en la plaza de la Encarnación, una catedral laica abierta a los cuatro vientos. Sus curvas, su altura, sus distintos planos “está lleno de ese estremecimiento, del eco de los espacios infinitos y de la correlación de todo el ser” del que hablaba Arnol Hauser.
Cada línea conduce la mirada a la lejanía; cada forma movida parece quererse superar a sí misma; cada motivo se encuentra en un estado de tensión y de esfuerzo” que decía Hauser del barroco es la sensación que producen las Setas de Jürgen en Sevilla.
Al final van a tener razón los que acusan al proyecto Metropol Parasol de anacrónico: es un edificio que llega trescientos años tarde a Sevilla. Disfrazado de modernidad, naturalmente.

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