viernes, 26 de marzo de 2010

Cuando la crueldad es bella

Una noticia publicada recientemente me ha hecho recordar un relato leído en mi juventud y que podría adscribirse al abstracto campo de la literatura fantástica. En él se describía a un pobre perturbado mental acusado de asesinato que ante el olor de sangre humana entonaba con una voz fantástica las más hermosas arias.
El Rey define la fiesta de los toros como 'un mundo cultural y artístico fecundo'” titulaba El Mundo la noticia del parlamento del jefe del Estado durante la entrega de los Premios Universitarios y Trofeos Taurinos 2009 que concede la Real Maestranza de Caballería de Sevilla.
Si soy sincero, debo reconocer que hasta el momento los alegatos de los defensores y los detractores de la que llamaban “fiesta nacional” me parecen de lo más pueril.
Como en la novela de mi adolescencia, que el resultado artístico de un acto atroz, como es la tortura planificada y consciente de un animal con sistema nervioso central, jamás puede ser un argumento válido para su defensa. El nazismo ya nos advirtió del peligro de cosificar a seres vivos, de transformarlos de tal manera que haga soportable su tortura sin sentir empatía por el que sufre. El toreo convierte al toro en una cosa, como un cuadro, un baile o una música, capaz de emocionar, de deslumbrarnos con su belleza a la vez que nos convence que una vez finaliza su fugaz vida, todo volverá a su lugar sin más daño.
Pero no. Una buena faena puede ser una danza hermosísima, un diálogo sublime de hombre y bestia. Pero finaliza con una muerte dolorosísima de un ser vivo que respira, que siente. Sabemos que el ser humano es capaz de crear belleza en medio de los actos más terroríficos, y muchos creadores se han acercado al personaje que crea arte a través de terribles crímenes con la pregunta ¿es justificable?
Claro que si justificar el arte de la crueldad me parece espantoso, justificar la fiesta de toros por su esencia nacional raya la estulticie más flagrante, que no es achacable ni a la LOGSE. Son tan idiotas nuestros conciudadanos carpetovetónicos que ignoran que las fiestas de toros si bien son plenamente españolas, no son cosa castellana, sino de moros, como bien decía Quevedo: “Gineta y cañas son contagio moro; Restitúyanse justas y torneos, y hagan paces las capas con el toro”. Al menos los tarados xenófobos deberían reconocer esta aportación, una más, del mundo musulmán a la cultura cristiana de occidente.
Claro que el sólo sufrimiento de una bestia, por duro que sea, no justifica una prohibición con tintes expeditivos. Nuestra cultura genera un maltrato constante a los seres vivos que los rodean. La mayoría de los ciudadanos de este país, ante noticias como la tortura de galgos, el abandono de mascotas en las calles y carreteras, la matanza de cobayas en manos de niños encargados de cuidarlos, encoge los hombros. Por lo tanto, prohibir la “fiesta” mientras toleramos tantos actos de barbarie no deja de causarme la impresión que se trata de una justificación moral: no soy malo puesto que me opongo a los toros.
Estoy seguro que nuestro país sería un poco más decente si finalmente las corridas de toros pasaran a ser recuerdo del pasado. No puedo compartir la justificación que provocar dolor conscientemente sea bueno o deseable. Pero no estoy seguro que la aplicación de iniciativas como la presentada en el Parlamento de Cataluña sea útil para que el ser humano sea capaz de convivir en armonía con el mundo que le acoge, le alimenta y le protege. Pero al menos es seguro que traerá más de bueno que de malo, ya que como el honor, como la decencia, no se puede comparar con el dinero.
No quiero dejar de aconsejar la lectura del texto de Mariano José de Larra titulado “Corridas de toros”, que nos muestra que la fiesta de los toros siempre ha sido rechazada por una parte importante de la sociedad española a través de los siglos, y que la Iniciativa Legislativa Popular no es cosa nueva ni de separatistas o antiespañoles. En todo caso, de gente decente, que hoy en día no es poco.

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